Desapareció repentinamente. Sin avisar a nadie. Sufriendo en
silencio. Llorando solemnemente.
Me arrancaron a la mujer de cabellos dorados, de ojos color
mar, de rostro brillante y sonrisa impenetrable. Desapareció como una estrella
fugaz en el firmamento.
En silencio.
Pertrechada de sus propias armas, se retiró de la batalla
contra el mundo cruel para batallar consigo misma. Paradójico. Pero lo hizo,
porque necesitaba demostrarse que nadie podía despreciarla en la forma que lo
habían hecho.
Y lo hizo. En
silencio.
Dejó de creer en su gente, a la cual nunca mereció. No por
lo buenas que fuesen, sino por la crueldad de sus juicios.
Y lo hizo. En silencio.
Las malas lenguas cuentan que se encerró en su habitación,
lloró, derrochó rabia y hasta vomitó unos defectos que no le correspondían a una
persona cuya sonrisa envidiaban hasta las estatuas etruscas.
Pero, creedlo, lo hizo.
En silencio.
Y con estas idas y venidas de la vida, nuestra protagonista
abandonó la carrera más importante de la vida: la vida. Se estancó.
Pudo brillar, pero no la dejaron. Pudo sonreír, pero le
quitaron los dientes. Pudo esforzarse, pero la vida no quiso permitírselo. Y,
hostia puta, no se cansó de luchar. No pudieron con ella.
Y lo siguió haciendo.
En silencio.
Y sigue combatiendo consigo misma. En silencio.
Y sigue progresando. En silencio.
Y lo conseguirá…
Hasta que rompa con el silencio