Mi madre me compró unas zapatillas marca ADIDAS grises a
principios de año, allá por febrero. Hasta entonces andaba incómodo, con
zapatos, algo que no siempre me ha gustado por su extrema elegancia e incomodidad.
Con ellas he visitado nuevas ciudades, he jugado al fútbol, las he usado para
vestir bien, mal y regular… Pero sobre todo, con ellas, puedo contar para
resumir lo extrañamente bueno que ha sido este año que ahora está quemando sus
últimos cartuchos.
Año que no sabría cómo resumir si no es por mi repetición de
curso, ya que haciéndolo me topé con un grupo humano empático, unido y muy
acogedor; cosa que cambió, incluso, hasta mi concepción de entender el concepto
“amistad”. Con ellos conseguí ser mejor persona, pues favorecían sobremanera la
integración grupal: nadie era más que nadie, nadie se metía con nadie… Y pobre
de aquel que lo quisiese hacer. Pero lo bueno siempre acaba.
Mis zapatillas, impolutas,
estaban presentes.
Los meses más calurosos llegaron, y con ellos el verano: el
dichoso verano que tanto odio, por monótono, pesado y nostálgico. El verano
crispaba mi salud mental hasta el punto de agobiarme, de no encontrar
escapatoria en mi hastío; me frustraba y lo vertía sobre todo ser andante. Así
que decidí rebelarme e irme de una vez por todas de la ciudad donde se cruzan
los caminos, donde el mar no se puede percibir y donde regresa siempre el
fugitivo. Cambié el calor atorrante por el frío gallego; el norte por el
levante y este por el sur. Entre medias
dejé amistades y algún que otro lío, algo que siempre me caracteriza. En
ninguno de mis viajes fallaron ni la música ni los libros… Vamos, ni tú, que te
prodigabas de noche y te marchabas al alba.
Mis zapatillas, algo cascadas por
el tiempo, estuvieron ahí para verlo.
Lo bueno acabó muy pronto, a mediados de agosto: Madrid me
esperaba, lánguida y triste pues la mitad de sus amantes se exiliaron para
dejarla respirar un poco. Hasta principios de septiembre ella y yo no nos
sentimos acogidos, sino más tristes que un torero al otro lado del telón de
acero.
Mis zapatillas, un tanto
ennegrecidas, también estuvieron ahí para dar testimonio.
Así pues, con el periodo vacacional afortunadamente
remachado, llegó de nuevo la monotonía. Una monotonía un tanto fiestera.
Aravaca y Pozuelo fueron el despegar de mi alter
ego marchoso: bebí, me emborraché y llegué a la triste conclusión de que
sin alcohol nada es lo mismo, así que decidí no salir de fiesta en un buen
tiempo. Tampoco fueron pedos del otro mundo, no flipemos, pero sí lo suficientes
para darme un toque de atención: a mí esos rollos me la repelan.
Mis zapatillas, algo cansadas, también estuvieron allá.
Y comenzó el curso, el temido y sobrevalorado 2 de
Bachillerato; ni tanto ni tan calvo. Se teme a lo nuevo y de ahí el miedo, pero
nada imposible. No tan posible ha sido recuperar el ambiente unitivo y festivo
que había el curso pasado en clase: “las segundas partes nunca fueron
buenas”. Se veía venir. Ahora todo está
mucho más movido, menos gracioso y más tenso… Pero seguro que es fruto del
curso.
Obvio, mis zapatillas, oscuras
pero relucientes, fueron testigo.
Y aquí me hallo yo un 31 de diciembre de 2015, escribiendo
por la noche y esperando intensamente la llegada del alba. Tarda mucho en
hacerlo: pasa de mí, me desespera, me infravalora, me resucita con una palabra,
con un extracto de poesía, con sus ojos, con su dulce sonrisa… Pero tarda en
llegar…
Así que lo haga pronto, y que mis
zapatillas, tan oscuras como hasta ahora, puedan verlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario