jueves, 31 de diciembre de 2015

2015: Zapatillas

Mi madre me compró unas zapatillas marca ADIDAS grises a principios de año, allá por febrero. Hasta entonces andaba incómodo, con zapatos, algo que no siempre me ha gustado por su extrema elegancia e incomodidad. Con ellas he visitado nuevas ciudades, he jugado al fútbol, las he usado para vestir bien, mal y regular… Pero sobre todo, con ellas, puedo contar para resumir lo extrañamente bueno que ha sido este año que ahora está quemando sus últimos cartuchos.

Año que no sabría cómo resumir si no es por mi repetición de curso, ya que haciéndolo me topé con un grupo humano empático, unido y muy acogedor; cosa que cambió, incluso, hasta mi concepción de entender el concepto “amistad”. Con ellos conseguí ser mejor persona, pues favorecían sobremanera la integración grupal: nadie era más que nadie, nadie se metía con nadie… Y pobre de aquel que lo quisiese hacer. Pero lo bueno siempre acaba.

Mis zapatillas, impolutas, estaban presentes.

Los meses más calurosos llegaron, y con ellos el verano: el dichoso verano que tanto odio, por monótono, pesado y nostálgico. El verano crispaba mi salud mental hasta el punto de agobiarme, de no encontrar escapatoria en mi hastío; me frustraba y lo vertía sobre todo ser andante. Así que decidí rebelarme e irme de una vez por todas de la ciudad donde se cruzan los caminos, donde el mar no se puede percibir y donde regresa siempre el fugitivo. Cambié el calor atorrante por el frío gallego; el norte por el levante y este por el sur.  Entre medias dejé amistades y algún que otro lío, algo que siempre me caracteriza. En ninguno de mis viajes fallaron ni la música ni los libros… Vamos, ni tú, que te prodigabas de noche y te marchabas al alba.

Mis zapatillas, algo cascadas por el tiempo, estuvieron ahí para verlo.

Lo bueno acabó muy pronto, a mediados de agosto: Madrid me esperaba, lánguida y triste pues la mitad de sus amantes se exiliaron para dejarla respirar un poco. Hasta principios de septiembre ella y yo no nos sentimos acogidos, sino más tristes que un torero al otro lado del telón de acero.

Mis zapatillas, un tanto ennegrecidas, también estuvieron ahí para dar testimonio.

Así pues, con el periodo vacacional afortunadamente remachado, llegó de nuevo la monotonía. Una monotonía un tanto fiestera. Aravaca y Pozuelo fueron el despegar de mi alter ego marchoso: bebí, me emborraché y llegué a la triste conclusión de que sin alcohol nada es lo mismo, así que decidí no salir de fiesta en un buen tiempo. Tampoco fueron pedos del otro mundo, no flipemos, pero sí lo suficientes para darme un toque de atención: a mí esos rollos me la repelan.


Mis zapatillas, algo cansadas, también estuvieron allá.

Y comenzó el curso, el temido y sobrevalorado 2 de Bachillerato; ni tanto ni tan calvo. Se teme a lo nuevo y de ahí el miedo, pero nada imposible. No tan posible ha sido recuperar el ambiente unitivo y festivo que había el curso pasado en clase: “las segundas partes nunca fueron buenas”.  Se veía venir. Ahora todo está mucho más movido, menos gracioso y más tenso… Pero seguro que es fruto del curso.

Obvio, mis zapatillas, oscuras pero relucientes, fueron testigo.

Y aquí me hallo yo un 31 de diciembre de 2015, escribiendo por la noche y esperando intensamente la llegada del alba. Tarda mucho en hacerlo: pasa de mí, me desespera, me infravalora, me resucita con una palabra, con un extracto de poesía, con sus ojos, con su dulce sonrisa… Pero tarda en llegar…

Así que lo haga pronto, y que mis zapatillas, tan oscuras como hasta ahora, puedan verlo.

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